Voy a
contarles una pequeña historia.
En el 2005
había una adolescente de trece años que cursaba el segundo grado de secundaria
en un colegio del centro de Trujillo. Le gustaba leer novelas, andar en pijama
todo el día que no tocaba ir a estudiar y echarse a dormir con los audífonos a
todo volumen. Era algo extraña en comparación a sus amigas. Le fascinaba
imaginar vidas desmesuradas de personas que no conocía, para luego escribirlas
en un diario rojo que no mostraba a nadie, casi como un acto pudoroso y de
castidad.
Una noche del
mes de junio se atrevió, después de pensar en lo torpe que se sentiría, a
dibujar en la última hoja del diario un corazón enorme fragmentado por las
letras que formaban el nombre de un chico que estudiaba en el mismo salón que
ella. Su nombre de él era Alonso Miranda, pero todos le decían Miranda, a
secas.
Meses
después, la adolescente del diario rojo, caminaba en pijama por todo Salvador
Lara para alquilar una cabina en un local de internet que quedaba justo al
frente del colegio San juan. Era una tarde de invierno, la luz amarillenta de
los postes envolvía todo a su alrededor, dándole un aspecto más triste a las
calles y las personas que a esa hora caminaban por ese lugar. Se sentía lejana
e irreal, como si estuviese esperando el llamado de alguien que sabía que no
iba a llegar, pero aún así lo esperaba.
Ni bien se
sentó al frente de la computadora buscó en Winamp “Temblando” de Hombres G. La
canción se repitió una y otra vez por una hora. En ese lapso de tiempo no dejó
de llorar mientras veía una foto tamaño carné que llevaba a todos lados en su
billetera. Se veía muy hermosa con el pelo despeinado, los ojos rojísimos y las
rodillas sobre la silla.
Miranda la
había llamado por la mañana para cortar la relación. Ella solo respondió con un
okey. No supo qué mas acotar a su pequeña tragedia. Ese mismo día cumplían tres
meses. Había trabajado las últimas cuatro noches en un regalo sorpresa, no
podía avanzarlo por las tardes porque le daba vergüenza que la vean perdiendo
el tiempo de esa manera. Después que colgó el teléfono se quedó
llorando sentada en el mueble. Cuando sus padres llegaron al mediodía, la
encontraron dormida.
No supo cómo
actuar, era la primera vez que tenía enamorado, era la primera vez que sentía
estas raras emociones, era la primera vez que le rompían el corazón. En algún
momento escuchó un enorme crujido que había salido de su cuerpo.
¿Se me habrá
roto algo? ¿De esto se trata el amor? ¿De romperse por dentro, pero parecer
normal por fuera? Mientras veía la fotografía en aquella
cabina de internet, decidió no regresar nunca más al colegio, así repitiera de
año.
Prefería no
pensar en lo que dirían sus padres al saber el motivo de su estado, ni cómo
reaccionarían cuando les informara que por nada del mundo pensaba regresar a
estudiar. Faltó lunes y martes, alegó que se sentía muy mal para
prestar atención a las clases. Su madre se lo permitió, pero el miércoles la
levantó muy temprano para llevarla, casi a rastras, al colegio. Mientras
caminaba por la avenida Industrial sentía los párpados caídos y el cuerpo
pesado, lleno de piedras.
Apenas miró
el portón del colegio empezó a temblar. Entregó la libreta de control al
auxiliar y fue a sentarse en la banca más lejana del patio. No quería hablar
con nadie. Cuando tocó el timbre, fue la última en pararse a formar. Como era
una de las más altas, se ubicaba en el segundo lugar de la columna del centro.
Parecía que todo andaba bien porque Miranda aún no había llegado, es más, había
escuchado que él también faltó lunes y martes. Todo era muy raro, una estúpida
esperanza atravesó por su mente. De pronto escuchó que el profesor encargado de
la formación la llamaba para que haga la oración desde el estrado. Se
quiso matar. Subió las escaleras, no había dejado de temblar desde hace veinte
minutos.
Desde esa
pequeña altura pudo ver a todos los alumnos y profesores. Apenas levantó el
brazo para persignarse, se dio cuenta que entre los tardones que formaban en la
parte trasera del patio, estaba Miranda observándola. No pudo mover el brazo
para terminar de santiguarse, mucho menos rezar. Lo único que hizo fue ponerse
a llorar mientras sentía que nunca iba a dejar de amar a ese adolescente de
anteojos negros que la miraba muy atento. El silencio de todos al
verla llorar fue algo terrorífico.
Nunca lo
había visto tan extraño con su uniforme escolar, quizás ese no es el adjetivo
correcto, pero qué más da. Se quedó en dirección toda la mañana, mientras
esperaba que viniesen a recogerla. Al día siguiente no volvió a
clases. Lloró tanto que sus padres decidieron cambiarla a La Asunción, un
colegio solo de mujeres. Allí terminó su secundaria. Nunca más volvió a verlo.
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Cuando
Luciana me contó aquella parte de su vida mientras tomábamos Coca- Cola y
comíamos papas Lays tirados en el parque botánico, sentí que nunca iba a amar a
otra chica como lo estaba haciendo con ella. Nadie me había contado una
historia personal tan tragicómica.
Suele suceder
que cuando estás con alguien, hay un momento que lo abarca todo. No quisieras
que el tiempo pase, sino solo encerrarte en esos pocos minutos que dura la
esperanza de que todo irá bien. Hay pros y contras. Es como si todo lo que ha
durado una relación se resumiese en ese pequeño instante que nunca vas a
olvidar y que te hace creer que siempre estarás enamorado.
Hasta ahí
todo bien, el problema consiste en que aún sigas creyendo que ese instante
puede suceder por segunda vez con la misma persona. Eso es ahora Luciana para
mí, una segunda oportunidad que no ocurriría, una estrella fugaz que incendió
todo alrededor mío para luego marcharse. Mi eterna adolescente que no
volveré a ver.
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