La
luz amarillenta de los postes envuelve todo a tu alrededor, le da un aspecto
más triste a las calles, a los cuerpos que caminan de forma vaga e
indeterminada por tu costado. Todo el panorama te parece lejano e irreal, como
si estuvieses parado en esa esquina desde hace años esperando el llamado de
alguien que sabes que no vendrá, pero aun así lo esperas. Eres periodista,
tienes veinticinco años, cabello encrespado, grandes anteojos negros de miope,
el rostro ansioso, casi cadavérico, el tamaño de tus pómulos es lo que más
resalta en ti. Se te ha encargado que investigues un crimen que ocurrió la
semana pasada en un jardín para invidentes. No sabes por qué te lo han
designado, si ya todo está resuelto, pero aún hay algo extraño que permite
cerrar el caso: la mujer lleva una semana en la morgue.
Mientras esperas el colectivo que te llevará al lugar del crimen, piensas en el asesino, no sabes por qué, pero lo comprendes, de cierta manera te identificas con él. Te imaginas su rostro cincuentón lleno de arrugas, el cabello corto donde ya empiezan a aparecer algunas líneas blancas, la voz grave y tartamuda, la sonrisa prostibularia.
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