Tengo
muchas versiones de mi padre. Unas mejores que otras, por supuesto. Pero si me
quedaría con una, es la de él escribiéndonos, semanalmente, cartas para
contarnos aspectos de una vida que desconocíamos. Sus sueños, sus miedos, sus
esperanzas. Todo estaba ahí.
En
esos tiempos él se había ido a vivir a la sierra junto a mi abuela y mi tía por
algunos problemas familiares que estábamos atravesando. Los domingos teníamos
que ir muy temprano a la Hermelinda para recibir la encomienda. Junto al saco
de alimentos, siempre venía una carta para cada uno de nosotros. Nos hacía
feliz leerlas, aunque algunas veces no respondíamos por pura dejadez, producto
de la estupidez de la adolescencia y juventud.
Entre
todas ellas hay una que me ha marcado mucho y que me hace pensar en el hombre
que hay detrás de la figura del padre. Escrita pocos meses antes de su
muerte, parece como si fuera un vaticinio de lo que ocurriría más adelante, la
de un destino inexorable, un adiós tenue y lejano, un feliz viaje en el que por
fin ha encontrado la felicidad y a sí mismo
“Esta
madrugada, mientras el viento gemía sobre las casuarinas, los Dioses del
Pergoche, escoltados por la luna creciente, llegaron hasta mi ventana y en el
idioma de la eternidad me han manifestado que, por acuerdo mayoritario de las
huacas, han escuchado mi solicitud de
incorporarme a su naturaleza. Es decir, desde ahora soy una piedra más del
Pergoche, o tal vez, un Kircham de sus laderas o quizás un cogollo de sus
eucaliptos, o más bien una humilde flor de sus cumbres que por las noches
dialoga con las estrellas y en el día juega con el sol.
Esta mañana el canto melodioso de un zorzal ha confirmado mi conversión”.
Adiós
papá, nunca tuvimos la oportunidad de despedirnos. Espero que estés en paz
contigo mismo y con todos los que te queremos.
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