LO QUE VENGA DE INCIERTO

Hace algunas semanas conocí a Diandra García, joven estudiante de Periodismo. Me comentó que estaba haciendo un reportaje sobre algunas publicaciones literarias en Trujillo durante la pandemia y quería saber si podía contar conmigo, a lo cual accedí con un poco de sorpresa, ya que otros chicos sí habían publicado algo ese año, y yo solo estaba (estoy) preparando un material con la editorial Paloma Ajena. Días después volvimos a hablar y mencionó que el reportaje se había ¿postergado?, pero que de todas maneras tenía que hacer una entrevista de personaje a un "joven escritor trujillano", vaya título. 

 - ¿Sí sabes que solo publiqué una mísera plaqueta en el 2013, no?- pregunté.

 - Mano, además publicas artículos en Lima Gris, ¿no?- contestó. 

 Así que aquí me tienen. 

Me ha traído tanta nostalgia y un poco de vergüenza contar todo esto (parte de mi adolescencia y etapa universitaria), pero igual creo que vale los 17 que le pusieron a Diandra. Gracias por la buena onda, lo demás se queda en Off the record

JOE GUZMÁN: LO QUE VENGA DE INCIERTO

                                                                              por Diandra García

Joe Guzmán me lleva hacia la cruz. Nos encontramos cerca de la avenida Jesús de Nazaret, en Trujillo,  y ahora me conduce hacia la cruz en el Óvalo Papal. Joe me cuenta detalles sobre su vida temprana: como que escribe desde la academia, que uno de sus primeros temas en la poesía fue la religión y que el primer libro que lo marcó fue Demian, de Herman Hesse. Mientras el ritmo de su conversación me atrapa, olvido que se trata de una entrevista.


─No estoy grabando ─comento de pronto.

Joe me tranquiliza. Puede repetir todo lo que ha dicho. Le pregunto si acaso lo recordará.

─Es mi vida ─ríe.

Si Joe tuviera que redactar su autobiografía, comenzaría por la secundaria.

─Fue muy solitaria ─reflexiona.

Es el menor de tres hermanos. A los quince años, sus papás se separaron. Entre las discusiones, abandonos y ocupaciones de la familia, muy poco tiempo quedaba disponible para ser una. Joe pasaba las tardes «hueveando» con sus amigos. No escribía. Tampoco leía. Su curso preferido era educación física.

─Mi viejo pensó que sería profesor de educación física.

Su padre, migrante de la serranía liberteña, abandonó la universidad en el noveno ciclo, cuando tuvo que dedicarse a formar una familia junto a la madre de Joe. El rostro de Joe se desencaja al recordarlo. Reprueba la decisión de su padre, él hubiera seguido estudiando hasta terminar la carrera. De hecho, así lo hizo.

─Él dejó la Nacional, emprendió proyectos que fueron un fracaso, y puso un bar. Le llegó todo y puso un bar.

El bar de la familia Guzmán se llamaba «El Foster». Joe atendía la barra durante las mañanas, como intentando ceñirse al horario tácito de protección al menor. Su padre se encargaba de la atención en las noches. El Foster se convirtió en punto de encuentro para escritores de La Libertad, pero Joe todavía no se interesaba por la literatura.

─Iba a postular a periodismo.

─¿Qué querías ser? Mejor dicho, ¿qué querías hacer?

─Quería ser redactor de noticias. ¿Has visto cómo escriben los policiales? Me gustaba esa movida.

─A lo Tinta Roja.

Joe asiente.

─El estilo es directo, simple. Me llama mucho la atención. No tiene nada de artificios.

Hemos subido las escalinatas hasta la base de la cruz. Nos rodea el tránsito citadino y el sonido de un claxon tras otro. Joe se asombra de que no le pida ir a algún lugar más silencioso. Me encojo de hombros. Lo importante es que él esté cómodo. Si este epicentro de luces, ventarrones y bullicio arrebata buenas historias de sus labios, ni siquiera tendré que esforzarme por escucharlas.

─¿Cuándo empezaste a escribir?

─En la academia. Me preparaba para periodismo y comencé a leer novelas como nunca antes. Iba a clases para seguir leyendo. Ahí fue cuando dije «voy a estudiar literatura».

El año en que ingresó, Joe formó un grupo literario junto a unos amigos. Lo llamaron Versógamos. Con ellos tuvo su primer recital. Fue en el Chaska, un bar de la calle San Martín que hoy ya no funciona.  El local estaba lleno de personas bebiendo alcohol y poesía.

─¿Cuánto duró Versógamos?

─Poco. No había constancia. Yo estaba esperando mi primer hijo.

Detengo mi mirada sobre Joe con más ahínco. Está usando una chaqueta norteamericana, de esas que visten los que cursan el último año de preparatoria. La ha combinado con un bluyín semiajustado, zapatillas Vans oscuras y una barba descuidada que abarca gran parte de su cuello, casi amenazando con rasgarle la mascarilla. Si tuviera que inventarle un personaje ─algo que, de alguna manera, estoy haciendo─ no sería el de un padre joven. No sería lo que fue.

─¿Qué cambió?

─Tuve que trabajar en un hotel. Primero trabajé de botones, luego de recepcionista.

─¿Cómo es trabajar en un hotel?

Joe me mira como si fuera su cómplice en algún delito.

─Es lo mejor que me pasó en la vida.

Joe había cumplido los veinte años, ninguna protección al menor le obligó a asumir el turno de la mañana. Pasaba sus madrugadas en un hotel de más de doscientas habitaciones, leyendo libros y procurando escribir. Joe se reserva el nombre del hotel, pero no las descripciones: tenía un garaje subterráneo fantasmagórico, un espacio de recepción cómodo y muchas Coca-Colas disponibles para acompañar la noche en vela. Joe habla de sus aventuras en el hotel como un niño habla de Disneylandia.

─Allí escribiste El devenir de lo incierto.

─En esos años, sí.

El devenir de lo incierto es la plaqueta con que Joe ganó el primer puesto de los juegos florales de su universidad. Antes de que me hablara sobre su familia, yo había pensado entrevistarlo esencialmente sobre esos poemas. No puedo mencionar los versos exactos en el momento, pero una de las estrofas me empujó a buscar a Joe entre la victoria en el concurso, el deber de ser un padre y el derecho de ser joven, de tener veintiún años como todos. Le pregunto, con mucha ingenuidad, si se sintió abrumado.



─Claro. Esperar un hijo a los veinte o veintiuno da pavor. Estaba lleno de incertidumbre, miedo, y a la vez alegría. Ganar ese concurso fue bacán. También ganaron algunos amigos míos. Sacaron el segundo puesto y menciones honrosas.

─¿Amigos de La Moska Muerta?

─La Moska Muerta se forma después, cuando yo estaba en cuarto año. Ese grupo fue mejor. Tomábamos y conversábamos en el parque de los metaleros, o en el callejón.

─¿Por qué el nombre?

─Yo no lo puse. Para mí es horrible ─ríe─. Cuando íbamos a fotocopiar unos poemas, una mosca muerta quedó atrapada en la máquina. Y todas las copias tenían ahí su mancha: la de la mosca muerta.

Niego con la cabeza. La Moska Muerta me parece un nombre tan perfecto como Demian, el hijo de Joe.

─Cuando egresaste, ¿te sentiste más seguro? ─Joe me observa con los ojos entrecerrados─ Es decir, ya estabas más adecuado a ser padre, profesional, escritor…

─Yo no quería dejar el hotel. Me gustaba trabajar allí, me había acostumbrado. Salí de la universidad y tuve que enseñar en colegios, tuve que abandonar el hotel.

Joe regresó a la academia donde su pasión por la literatura había iniciado, esta vez como maestro. Como si el tiempo lo arrastrara a la época en la que quiso ser parte de un filme de Lombardi, comenzó también a redactar textos periodísticos para el portal LimaGris.

─¿Cómo llegaste allí?

─Envié mis textos. Vi que no eran tan malos y parece que pensaron lo mismo (…) No lo sé, es raro, ¿sabes? Todos creían que yo sería el primero en publicar, y me quedé solo con una plaqueta. Los amigos que te digo tienen ya varios libros publicados. Y yo, la plaqueta.

─Este año publicas un poemario, ¿no?

─Sí ─sonríe de lado, como delatándose─ ya era hora.

Joe y yo nos levantamos. La tarde está cayendo y le he pedido que me enseñe el parque de los metaleros, quizá también el callejón. Antes de que caminemos por la Av. Juan Pablo II, Joe comenta una especie de tráiler de su próximo libro, La arqueología del caos.

─He intentado alcanzar una voz más colectiva. Tocar temas universales como la locura, el amor…

Sé que debo prestarle atención, pero mucho de mí sigue gravitando en esa estrofa de El devenir de lo incierto, y en el gesto de confesión de Joe cuando hablaba sobre el hotel. Sonrío. Añado un par de palabras al discurso de Joe. Él es dueño de la conversación ahora. Me pregunta si también escribo, si hubiera querido estudiar algo diferente, si creo en Dios, si tuve enamorados en la secundaria. Yo contesto resignada, renunciando a mi vena periodística en favor de la suya. Hasta que llegamos al lugar.

Joe Guzmán me ha llevado hasta el parque de los metaleros. De lejos, uno piensa que en la zona hay neblina, pero se trata del humo de un puesto de anticuchos. Hay dos niños vendiendo caramelos, y otro vendedor ambulante sentado en una de las bancas. Joe hace una mueca curiosa. No puedo determinar si se trata de felicidad, nostalgia o burla.

─Esto es. Y más allá está el callejón.

                                                              Integrantes de La Moska Muerta

Dos cuadras adelante, a pocas casas de una licorería, está el callejón de Joe y sus amigos. Allí alquilaban cuarto dos miembros de La Moska Muerta. La idea se queda conmigo. Uno pensaría que por ser el primero en ganar un concurso sería el primero en publicar, y fue el último. Uno pensaría que por ser el último hermano sería el último en tener un hijo, y fue el primero. Uno pensaría que alguna de esas experiencias sería lo mejor que le pasó en la vida, y fue trabajar de madrugada en un hotel.

─En esa casa blanca. Ahí nos quedábamos horas y horas fumando, tomando, viendo qué proyectos hacer.

De la cruz blanca a la casa blanca, la estrofa me golpea de sorpresa. Es el final del sexto poema en El devenir de lo incierto.

«La noche termina
por consumirse
en la metáfora de mi hijo
cuyo pecado es ignorar que la noche
es magia insensible a nuestros ojos».

                                                                          Demian de 2 años

Quizá Joe se enamoró de sus días en el hotel porque estaba más cerca de sí, tenía más tiempo para pensarse y sentirse durante la noche. A sus veintinueve años, con dos hijos (Almendra de dos años) de carne y hueso y uno de papel, está obligado a ser parte del mundo que leía en noticias policiales. Son las seis y media de la tarde. Antes de que salga la luna, me despido de Joe dándole la mano.

─Gracias ─digo.

─¿Suficiente para que tengas puntos? ─bromea, consciente de que él es mi tarea de periodismo.

─Suficiente para inventarte una vida ─pienso en un susurro. Joe Guzmán camina del otro lado de la vereda. Lo contemplo unos segundos, tratando de anticiparme a lo que redactaría más tarde. A lo que vendría de incierto.

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