Cuando
era niño, un monstruo habitaba debajo de mi cama. Escuchaba su risa
prolongándose por toda la habitación. No sabía si ignorar su presencia o
acercarme a jugar con él. Me habían contado tantas historias terroríficas sobre
ellos que a veces no podía contener las lágrimas, era en ese momento cuando
parecía que ya se había ido, pero al siguiente día estaba nuevamente ahí,
acurrucado entre la oscuridad y los juguetes que un niño de diez años deja de
utilizar. Algunas noches me despertaba entre escalofríos al oír su respiración
entrecortada y llamaba inútilmente a papá. No estoy muy seguro si en ese tiempo
él seguía viviendo con nosotros o ya se había marchado.
Muchos
años después he vuelto a escuchar la misma risa en la habitación de mi
hijo, lamentablemente estas piernas ya no dan más. ¿Mi hijo pensará también que
me fui para siempre?
¿Los
monstruos también necesitan sentirse amados?
Comentarios